A las comunidades eclesiales que forman la Iglesia Católica Ecuménica Renovada en Guatemala, junto a sus presbíteros, diáconos, seminaristas, religiosos y religiosas;
Compartiendo nuestra fe y nuestras reflexiones también con la Comunión de Iglesias Católicas y Apostólicas, presidida por la Iglesia Católica Apostólica Brasilera, con la que hemos sellado plena y perfecta comunión, así como con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, empeñados en que la Iglesia, Cuerpo de Cristo, se manifieste como sacramento visible de salvación y de unidad para toda la creación.
1. Saludo.
¡Paz y gracia en Jesucristo, Señor y hermano nuestro, quien, por medio del Espíritu Santo, nos ha otorgado el perdón y la vida nueva, y nos ha confiado la misión de proclamar su Evangelio a toda la creación, viviendo como pueblo santo y presencia sacramental de su Cuerpo, que es la Iglesia!
2. La Iglesia continuadora de la misión de Cristo.
Hermanos: Una, Santa, Católica y Apostólica, son las cuatro características que identifican a la Iglesia fundada por Jesucristo y, encargada por Él, de continuar en el mundo, la misión que el Padre le había confiado. Este es el testimonio unánime que nos dan las Sagradas Escrituras y que, a lo largo de los siglos, ha animado el trabajo de los Apóstoles y, después, de quienes han recibido de ellos la misión que Jesús les había encomendado.
El evangelista Juan nos expresa claramente la continuidad que existe entre la misión de Jesús y la misión de los apóstoles. Jesús, poco antes de ser glorificado, ruega al Padre: “Yo no voy a seguir en el mundo, pero ellos sí van a seguir en el mundo, mientras que yo me voy para estar contigo. Yo les he comunicado tu palabra, pero el mundo los odia porque ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Como me enviaste a mí entre los que son del mundo, también yo los envío a ellos... Y por causa de ellos me consagro a mí mismo, para que también ellos sean consagrados por medio de la verdad.”[1] Y para que no quedara duda de que esta misión no se limitaba únicamente a los doce apóstoles sino que era un encargo que ellos debían transmitir, prosigue la oración: “No te ruego solamente por estos, sino también por los que han de creer en mí al oír el mensaje de ellos. Te pido que todos ellos estén unidos; que como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Les he dado la misma gloria que tú me diste, para que sean una sola cosa, así como tú y yo somos una sola cosa”.[2] Después de la resurrección, Jesús confirma la misión y les concede el Espíritu para consagrarlos, darles la gloria y capacitarlos para ejercer el ministerio: “Luego Jesús les dijo otra vez: — ¡Paz a ustedes! Como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes. Y sopló sobre ellos, y les dijo: —Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar.”[3]
3. La Apostolicidad de la Iglesia.
Para cumplir esta misión, bajo la fuerza y guía del Espíritu Santo, los apóstoles y sus sucesores, van predicando el Evangelio, celebrando los sacramentos y organizando a la Iglesia. Como resultado, se forma lo que podemos denominar “Tradición Apostólica”. El vivirla y preservarla íntegramente, constituye el cuarto rasgo distintivo de la Iglesia.
Utilizada en este sentido, la palabra “Tradición”, no tiene nada que ver con las tradiciones que con mucha frecuencia rechazan nuestras comunidades, por considerarlas contrarias al Evangelio y a la voz del Espíritu. El sentido popular en el que se habla de tradición es sinónimo de “costumbre” y, efectivamente, dentro de la religiosidad popular, existen muchas costumbres que son reprobables porque acarrean vicios, superficialidad, legalismo, autoritarismo y ausencia de compromiso e impiden que descubramos el verdadero significado de la fe. El sentido en el que aquí empleamos la palabra Tradición es diferente al uso popular. Etimológicamente “Tradición” significa “entregar” o “revelar” y eso será lo que indique para nosotros. Se refiere a la fe viva de los apóstoles y de la iglesia de todos los tiempos, que se nos “entrega” a través de la Sagrada Escritura, de los Símbolos de Fe y de la vida litúrgica y sacramental y que, por la acción del Espíritu Santo, nos “revela” la presencia viva de Jesucristo en medio de nosotros y nos permite experimentar que estamos en comunión y en continuidad con la misma fe y la misma misión de los apóstoles y de la iglesia de todos los tiempos.
4. La catolicidad de la Iglesia.
Una consecuencia de vivir la “Tradición Apostólica”, es la experiencia de catolicidad. Ésta constituye el segundo rasgo de la Iglesia. Por el testimonio y la acción del Espíritu Santo, somos capaces de reconocer la presencia de Jesucristo y la vida nueva dentro de nosotros. Esto hace que comencemos a experimentar también la comunión, tanto a nivel personal como comunitario, con quienes han creído en Él en todos los tiempos y en todos los lugares. Además, nos impulsa a vivir en comunión con todos los seres humanos y con la creación entera y a esforzarnos para que en nuestras comunidades haya espacio y respeto para todos. Es entonces cuando la catolicidad deja de ser un mero concepto teológico y se convierte en realidad viva.
5. La santidad de la Iglesia.
Vivir la apostolicidad y la catolicidad nos lleva a reconocer que el protagonista que permite experimentar la comunión es el Espíritu Santo. Pues Él es quien rompe las barreras del egoísmo, del tiempo y del espacio y nos transforma, de tal forma que ya no somos nosotros quienes vivimos sino es Cristo quien vive en nosotros.[4] Esto hace que tomemos conciencia del tercer rasgo de la Iglesia que es la santidad. Cuando reconocemos la presencia vivificante del Espíritu, la santidad deja de ser un ideal lejano, confesado en el Símbolo de fe o Credo, y se identifica como la experiencia del Dios vivo dentro de cada uno y en medio de la comunidad. Por eso Pablo llama a los creyentes “santos” o “pueblo santo”.[5] Pues la santidad de la Iglesia no proviene del rigor en que vivan sus miembros sino de la presencia viva del Espíritu que transforma, ilumina y se manifiesta en su pueblo. Pablo expresa esta realidad en la carta a los efesios de la siguiente manera: “por la bondad de Dios han recibido ustedes la salvación por medio de la fe. No es esto algo que ustedes mismos hayan conseguido, sino que es un don de Dios. No es el resultado de las propias acciones, de modo que nadie puede gloriarse de nada”.[6]
6. La unidad de la Iglesia.
La vivencia de la santidad como don gratuito, como liberación de todas las ataduras, de las barreras y del egoísmo, lleva a identificar el cuarto rasgo de la Iglesia: Su unidad. Ésta encuentra su fundamento y garantía en el don del mismo Espíritu Santo[7]. La iglesia nace el día de Pentecostés por la efusión del Espíritu.[8] Es el Espíritu el que luego mantiene y asegura su unidad. Pablo se lo recuerda a los efesios exhortándolos: “Procuren mantener la unidad que proviene del Espíritu Santo. Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como Dios los ha llamado a una sola esperanza. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; hay un solo Dios y Padre de todos”.[9] Por eso podemos decir que la Iglesia, en su realidad fundamental es una e indivisible; pues por el Espíritu entramos a formar parte del Cuerpo de Cristo, que es uno e indivisible.[10] A pesar de la existencia de esa unidad indestructible, como resultado de la fragilidad humana y las ambiciones, institucional e históricamente, se han creado divisiones entre los diversos cuerpos eclesiales que obstaculizan la manifestación y el testimonio de esa indivisibilidad espiritual. De allí surge la necesidad del compromiso que todos debemos asumir de trabajar por el ecumenismo, para que también visible e históricamente podamos irradiar la unidad que el Espíritu genera y garantiza en todo el Cuerpo de Cristo.
7. Nuestra vivencia de los rasgos de la Iglesia.
Para nuestra iglesia y para cada una de las comunidades que la forman, la unidad, la santidad, la catolicidad y la apostolicidad, no son conceptos teológicos abstractos ni consideraciones doctrinales establecidas y aprendidas sino hacen parte de nuestra vida y de nuestro caminar cotidiano.
Es esa experiencia la que nos ha unido y la que ha hecho que afrontemos las adversidades y las situaciones de rechazo y marginación con serenidad y perseverancia.
Al experimentar personal y comunitariamente la presencia del Espíritu Santo, a través de la meditación de la Palabra de Dios y de la vida litúrgica celebrada en la oración y los sacramentos: se ha generado la certeza de estar unidos a Cristo, a los hermanos y a toda la humanidad; hemos gustado lo que es la santidad, al reconocernos incesantemente justificados, liberados del pecado y agraciados con múltiples carismas y ministerios; hemos recibido la sensibilidad y la capacidad de abrirnos a la comunión con todos los seres humanos, siendo inclusivos, dialogantes y aceptando la pluralidad de formas de expresión espiritual, logrando así, disfrutar de la catolicidad en su sentido más genuino y profundo; finalmente hemos podido penetrar y asumir la Tradición Apostólica integral.
8. Raíces y contexto de nuestra vivencia eclesial.
Indudablemente la profundidad espiritual y la vitalidad de nuestra iglesia, se han ido gestando y arraigando a través de una serie de circunstancias especiales.
El hecho de que el 98% de nuestras comunidades provenga de catorce nacionalidades indígenas; el que la gran mayoría de éstas viva en situaciones de extrema pobreza; y el que muchísimas se ubiquen en las zonas que sufrieron el conflicto armado, habiendo sido perseguidas, masacradas y desplazadas, no es una casualidad.
También hoy, la tierra fértil para que caiga la semilla del Reino y dé frutos abundantes, siguen siendo los pobres, los sencillos y aquellos que, a los ojos de los grandes del mundo, son los últimos. Ante tales portentos, no dejan de resonar con intensa actualidad y fuerza las palabras de Jesús: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has mostrado a los sencillos las cosas que escondiste de los sabios y entendidos.”[11] Y ello hace que nos sintamos cercanos y en perfecta sintonía con las comunidades primitivas a las que, como sucede con nosotros, Pablo les recordaba: “Dios los ha llamado a pesar de que pocos de ustedes son sabios según los criterios humanos, y pocos de ustedes son gente con autoridad o pertenecientes a familias importantes. Dios ha escogido a la gente despreciada y sin importancia de este mundo, es decir, a los que no son nada, para anular a los que son algo. Pero Dios mismo los ha unido a ustedes con Cristo Jesús, y ha hecho también que Cristo sea nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra santificación y nuestra liberación”.[12]
La experiencia de pobreza, de marginación y de exclusión, regada y fertilizada por la sangre derramada por muchísimos de sus abuelos, de sus padres y familiares, para dar testimonio de la fe católica, ha preparado la tierra fecunda en donde las semillas del Espíritu han caído y están dando fruto abundante de gozo, de libertad y de discernimiento espiritual.
Cuando vemos la realidad que vivimos, con gran alegría y gratitud, nos damos cuenta de que cuanto el Nuevo Testamento y los escritos de los Padres nos relatan acerca de la vida de la Iglesia en los primeros siglos, es precisamente lo que nosotros vivimos ahora: la certeza de la presencia viva de Cristo por medio de su Espíritu y el multiplicarse de signos maravillosos que atestiguan la cercanía y la elección divinas; acompañados, sin embargo, por la incomprensión, la persecución y la exclusión. Esta realidad hace que cuando leemos lo que sucedió antes, pareciera que estamos leyendo lo que vivimos ahora. Y de aquí surge la certeza de que nos mantenemos en continuidad y comunión inquebrantable con la Tradición Apostólica integral.
9. Frutos de nuestra vivencia eclesial.
Es esto lo que hizo que cuando la jerarquía eclesiástica católica romana nos declaró cismáticos y rompió la comunión con nosotros, lejos de vacilar o de estar enojados o resentidos, nos sentimos bendecidos e identificados con la experiencia de la iglesia apostólica, al ser expulsada de la sinagoga.[13] En lo más profundo de nuestro corazón, hemos experimentado, además del gozo, una auténtica libertad para expresar con claridad y amplitud, el testimonio que el Espíritu va inspirándonos interiormente y tenemos la certeza de haber sido elegidos y de ser sostenidos por el Señor.[14] Lo único que ha empañado nuestra alegría es que, en ese gesto de ruptura, vemos un signo de dureza y de falta de discernimiento, que trata de cerrar el paso al ímpetu renovador del Espíritu, para que su iglesia sea hoy, lo que fue en sus orígenes. Pero incluso ese mismo dolor, nos ha acercado con mayor intensidad a las raíces apostólicas, pues ha hecho que nos identifiquemos con los sentimientos de Pablo respecto al pueblo de Israel, expresados en su carta a los Romanos.[15]
Esta certeza, compartida por todos, ha hecho que aparte de una comunidad que se había acercado a nosotros más por interés que por fe, todas las demás no solo hayan perseverado en la alianza y en la comunión sino que sigan experimentando un notable crecimiento y que, por lo menos, otras cien nuevas, se hayan unido durante el último año.
10. La sacramentalidad vivida en la Iglesia.
No obstante todos estos signos de vida y de esperanza y la seguridad de que Dios está presente en medio de nosotros y nos bendice; la declaración hecha por la jerarquía católica romana, nos colocó, desde el punto de vista sacramental, en una situación muy difícil. Todos somos conscientes de que el florecimiento de vida y de carismas, así como el atractivo que ejerce nuestra comunión y su rápido crecimiento, están estrechamente ligados a la libertad en el Espíritu, al gozo y al amor hacia todos, que se vive en nuestras comunidades. También reconocemos que el manantial a través del cual nos han llegado todos estos dones es el de la vida sacramental, pues hemos centrado nuestra espiritualidad en torno a la Eucaristía.
La sacramentalidad, sin embargo, no la podemos entender en forma aislada, pues hace parte de la vida integral de la Iglesia. Cristo es el gran sacramento, a través de quien el Padre nos comunica la gracia y la vida nueva.[16] La Iglesia es el sacramento de Cristo que, a través de su testimonio y ministerio lo hace presente, al comunicar su vida por la efusión del Espíritu Santo.[17] Es en este contexto en el que debemos entender el significado y la validez de los siete sacramentos; pues la efusión del Espíritu que se nos comunica a través de cada uno de ellos, proviene de la totalidad de la Iglesia; y los dones y ministerios que se reciben, están destinados a la edificación de todo el cuerpo, que es la misma Iglesia.
Según la Tradición Apostólica, la totalidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, en el sentido en que lo hemos explicado y nosotros lo experimentamos, se hace presente real, eficaz y sacramentalmente en cada iglesia local.[18] Es más, el misterio de la Iglesia como Cuerpo de Cristo total, únicamente se concretiza y manifiesta en cada iglesia local que, a su vez, se abre a la comunión con otras iglesias locales, para significar su carácter católico y ecuménico.
11. La configuración y dimensiones de la Iglesia local.
Ahora bien, cuando se habla de iglesia local se entiende al Pueblo de Dios que, en un lugar determinado, se organiza como comunión de comunidades que: profesa la fe de acuerdo al testimonio de las Sagradas Escrituras y del Credo o Símbolos Ecuménicos; que celebra la liturgia a través de la oración y de la vida sacramental, reconociendo como cúlmen de toda su existencia la celebración de la Eucaristía; que da testimonio del Evangelio como fruto de la experiencia de los dones del Espíritu que dan la vida nueva y la capacidad de amar; que reconoce como signo visible de su unidad al obispo; y que, a través de éste, se encuentra en comunión con otras iglesias locales.
Los Padres de la Iglesia abordaron maravillosamente este tema.
Con respecto a la Eucaristía como momento en el que se realiza en la iglesia local el maravilloso misterio de la unidad de toda la Iglesia, Cipriano de Cartago, haciendo eco a la Didaché y a Ignacio de Antioquia decía: “Cuando el Señor llama cuerpo suyo al pan que está formado de muchos granos de trigo molidos, quiere indicar con ello la unión de todo el pueblo cristiano que Él llevaba dentro de sí. Y cuando llama sangre suya al vino que es una sola y única bebida, pero hecha de muchos granos de uva, quiere indicar también que el rebaño que nosotros formamos procede de una multitud reducida a la unidad.”[19]
Refiriéndose al significado del obispo, Ignacio de Antioquia en su carta a los cristianos de Esmirna expresaba: “Sigan todos al obispo, como Jesucristo al Padre, y a los presbíteros como a los apóstoles… Que nadie sin el obispo haga nada de lo que atañe a la Iglesia. Sólo la eucaristía que es celebrada por el obispo, o por quien tiene autorización de él, ha de ser tenida por válida. Dondequiera que celebra el obispo, acuda allí el pueblo, pues allí se hace presente la Iglesia católica, porque está presente Cristo.”[20] Y en la carta a los Magnesios añade: “Así como el Señor no hizo nada sin el Padre, siendo una cosa con él…, así tampoco ustedes hagan nada sin el obispo y los presbíteros… Que haya una sola oración en común, una sola súplica, una sola mente, una esperanza en la caridad, en la alegría sin mancha, que es Jesucristo.”[21]
Si falta uno solo de los cinco elementos que identifican a la iglesia local, su sacramentalidad queda seriamente afectada e, incluso, como mencionan los Padres de la Iglesia, se puede cuestionar la misma validez de las acciones que se realizan.
En los primeros siglos, a la iglesia local se le identificaba con un territorio geográfico, hasta cierto punto en forma excluyente –pues se consideraba que en un territorio determinado únicamente podía existir una iglesia local–.[22] Sin embargo, con el correr del tiempo este concepto se ha utilizado con nuevas connotaciones respecto a la territorialidad. Las emigraciones, las situaciones de persecución que se han desencadenado en ciertos lugares, la problemática creada ante la ruptura de la unidad visible entre las iglesias y, últimamente, fenómenos como la movilidad humana y la globalización, han hecho que, progresivamente, el concepto de iglesia local, aún manteniendo una vinculación geográfica, se utilice también para indicar al Pueblo de Dios que, organizado como comunión de comunidades, vive y se estructura con todas las características de la iglesia local, pero se configura en áreas en donde, a su vez, ya existen otras iglesias locales. Esta realidad que no ha sido fácilmente aceptada por muchos y que, en algunos casos, incluso ha sido objeto de virulentos debates al considerarla canónicamente contradictoria,[23] encuentra su fundamento y justificación histórica en la diversidad de rito, de historia, de espiritualidad, de tradición teológica, etc., y su base teológica en una serie de testimonios que encontramos especialmente en las Cartas Paulinas, en donde se deja entrever que, en el mismo lugar o región, había diversas iglesias locales.[24] Como resultado se da el fenómeno de la coexistencia de iglesias locales en territorios compartidos. Esta situación se ha dado, por ejemplo, en el caso de los católicos ortodoxos y de los católicos romanos de rito oriental, que al ir al exilio, han organizado sus iglesias locales en donde ya existían otras iglesias locales. Se da también en el caso de los católicos romanos de rito oriental, que coexisten en territorios en los que, desde muchos siglos atrás, se habían establecido iglesias locales católicas ortodoxas –aunque hay que especificar que éstas últimas normalmente tienden a no tolerar ni reconocer esa coexistencia-. En otros territorios se da el caso de coexistencia de iglesias católicas romanas con iglesias católicas anglicanas. Además ésta es la situación en la que se encuentran las iglesias locales católicas independientes que, normalmente, coexisten territorialmente con circunscripciones católicas romanas y, a veces, con iglesias locales de otras denominaciones.
12. Situación ante la ruptura de la comunión de la jerarquía católica romana.
Es precisamente por la constitución sacramental de la iglesia que, cuando la jerarquía católica romana declaró la ruptura de la comunión con nosotros, nos colocó inevitablemente en una situación en la que, para garantizar que mantuviéramos el carácter íntegramente eclesial y que nos constituyéramos en Iglesia local, presencia sacramental de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, teníamos que comenzar “diálogos con otras Iglesias Católicas que, aunque no están bajo la jurisdicción de la sede de Pedro, sin embargo son capaces de transmitir la sucesión apostólica.”[25]
Cada uno de los pasos que hemos dado ha sido previamente discernido, consultado y aprobado por nuestras Asambleas Generales de Delegados. En la Asamblea de Agosto del 2006, se aprobó el comunicado que habíamos elaborado el 15 del mismo mes y se determinó que apenas la jerarquía eclesiástica católica romana hiciera pública la declaración de ruptura de la comunión con nosotros, comenzaríamos los contactos con comuniones de iglesias católicas independientes. En la Asamblea Plenaria de Noviembre, se determinó intensificar la comunicación con las comuniones de iglesias católicas y lo mismo sucedió en la de Febrero. En la Asamblea del 12 de Mayo del corriente, constituida en Sínodo Extraordinario, ante los avances que se habían dado en nuestros diálogos ínter eclesiales, sabiendo que el establecimiento de la comunión con cualquier Unión de Iglesias Católicas Independientes con vistas a recibir la sucesión apostólica, implicaría que tuviéramos un obispo, se procedió, de acuerdo a cuanto establece nuestro Estatuto Fundamental, a elegir al primer obispo para nuestra Iglesia. Resultó elegido este indigno servidor. Luego, como obispo electo, se me encargó que prosiguiéramos con los contactos con vistas a definir el camino por el que el Señor nos llamaba a seguir.
Desde el mes de Octubre del 2006 habíamos iniciado contactos con los Antiguos Católicos de la Unión de Utrecht. La comunicación fluida con ellos, así como la correspondencia recíproca en lo referente a las perspectivas eclesiológicas y a los fundamentos de la vida de fe, de sacramentos y de testimonio, llevaron a que fuera invitado a encontrarme con tres de los obispos de la Unión y con representantes de su equipo de teólogos.
Los problemas de idioma y de diversidad cultural hicieron que, a pesar de lo avanzada que estaba nuestra comunicación, decidiéramos entablar contacto con la Iglesia Católica Apostólica Brasilera, sin romper, sin embargo, nuestra comunicación con la Unión de Utrecht y con el firme deseo de seguir estrechando nuestra relación y comunión con ellos. Como resultado de la comunicación con la Iglesia Católica Brasilera, fuimos invitados a participar en su XIX Concilio General, celebrado en Brasilia durante el mes de Julio del corriente. Durante el Concilio se trató acerca de la situación en la que se encontraba nuestra iglesia. Después de un largo debate, durante el cual pude percibir con claridad la presencia del Espíritu Santo, a pesar de haber comenzado con fuertes oposiciones, cuando se llegó al momento de la votación, todos los obispos presentes votaron a favor de establecer plena y perfecta comunión con nosotros, reconocieron la elección que nuestra Iglesia había hecho de su primer obispo y aprobaron que se llevara a cabo la ordenación episcopal de este servidor.
Posteriormente, el 10 de Agosto, el Consejo Presbiteral de nuestra Iglesia y luego, el 18 de Agosto, la Asamblea General de Delegados, aprobaron cuanto habíamos actuado y, de esa forma, quedó en firme la comunión plena y perfecta sellada con la Iglesia Católica Brasilera; se reiteró nuestra intención de seguir en diálogos con la Unión de Utrecht; y se aprobó la fecha que, tentativamente, habíamos acordado con la dirigencia de la Iglesia Católica Brasilera para celebrar la ordenación episcopal el 27 de octubre.
La ordenación tendrá lugar en la Iglesia de San Juan Bautista en Comalapa, Chimaltenango, la cual, por ofrecimiento de las 45 organizaciones que constituyen esa comunidad parroquial y, con la unánime aprobación de la Asamblea de Delegados del 18 de Agosto, será declarada como catedral de nuestra iglesia.
Con estos pasos, nuestra iglesia quedará plenamente constituida en sacramento en donde real y eficazmente se hace visible la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Nuestra nueva situación, conlleva el compromiso de trabajar para alcanzar la comunión con las otras iglesias locales, teniendo como meta conseguir la plena y perfecta unidad histórica entre todos los cristianos, para poder compartir la misma mesa eucarística. Esto será posible cuando todas las iglesias locales redescubramos el carácter originario e integral de la Tradición Apostólica.
13. Equívocos acerca de la validez sacramental del episcopado.
Es importante que ahora reflexionemos sobre lo que, según la Tradición Apostólica integral, da validez sacramental a una ordenación episcopal y constituye efectivamente a una iglesia local en presencia sacramental de la Iglesia una, santa, católica y apostólica.
Lo primero que tenemos que afrontar es el equívoco, comúnmente difundido, de que el criterio fundamental de validez o, por lo menos, de licitud, al ordenar un obispo, lo da el que sea nombrado por el Obispo de Roma o sea el Papa y, consecuentemente se subordine, junto a la iglesia local, a éste. Esta costumbre se fundamenta en el poder jurisdiccional que se arrogó progresivamente el Obispo de Roma, para actuar como Pontífice Máximo, con potestad absoluta sobre toda la Iglesia. Sin embargo, esta innovación introducida progresivamente en la Iglesia de Roma, es contraria al testimonio que dan las Sagradas Escrituras, en donde aparece claro que quien elige, dando los carismas para ejercitar los diferentes ministerios, es el mismo Espíritu Santo, a través de la comunidad que, estando en oración, es la encargada de hacer el discernimiento;[26] y a cuanto se practicaba en la iglesia primitiva, pues consta que era la comunidad a quien correspondía realizar la elección.[27] Esta forma de actuar, comenzó a ser alterada en el oriente en el siglo IV, cuando los Emperadores Bizantinos, con la intención de que los obispos les fueran fieles, comenzaron a intervenir en su nombramiento. En Occidente fue en el siglo IX cuando el Emperador Carlomagno asumió esa función, con el pretexto de nombrar obispos idóneos. Esto provocó graves problemas y, a partir del siglo XIII, los Papas comenzaron a pretender nombrar directamente a los obispos, habiéndose hecho esta práctica común en el siglo XIV; aunque en realidad, en muchos lugares dejaron que fueran los reyes, los emperadores o los capítulos catedralicios, a cambio de prebendas y privilegios, los que ejercieran este poder que se habían arrogado. Esta costumbre no es más que una de las muchas que se introdujeron en la Iglesia de Roma y que fueron marcando su progresiva ruptura con la Tradición Apostólica. La ruptura quedó consumada en las Constituciones del Concilio Vaticano I, al declarar la jurisdicción universal del Romano Pontífice y luego, tomó forma jurídica en los Códigos de Derecho Canónico de 1917 y de 1983.
Esta práctica es reprobable porque: contraviene principios fundamentales de la Sagrada Escritura y de la Tradición; ha sido la causa fundamental de la división y los cismas que se han dado en la Iglesia desde hace más de mil años, hasta nuestros días; y hace que en la práctica, la Iglesia Católica Romana funcione como una única “mega-diócesis”, en la que el único que actúa realmente como obispo residencial es el obispo de Roma, pues tiene potestad universal, absoluta e inapelable y, como consecuencia, todos los demás obispos tienen que actuar en forma meramente subordinada y limitarse a planificar y ejecutar funciones estrictamente pastorales y administrativas, ante lo cual, el concepto de “comunión” se convierte en sinónimo de “sumisión” y el concepto de “colegialidad” efectivamente significa “subordinación”. Con estas innovaciones, la Iglesia católica romana pierde su sentido originario y pone en entredicho incluso su legitimidad y su capacidad de cumplir la misión que recibió del Señor, pues tergiversa sustancialmente el encargo y la misión que Jesús confió al apóstol Pedro.
Otro equívoco acerca de la validez de la sucesión apostólica, proviene de una mentalidad juridicista y, hasta cierto punto, mágica. Muchos han pretendido reducir la validez de la ordenación episcopal al mero hecho de que exista una pretendida sucesión apostólica histórica, es decir, que un obispo sea ordenado por la imposición de manos de obispos que, supuestamente, en línea ininterrumpida, han sido ordenados originalmente por alguno de los apóstoles. Incluso en algunos casos se piensa que acumulando varias líneas apostólicas, se fortalece el criterio de validez. En estos contextos se maneja el concepto de validez como un poder o privilegio que alguien ha recibido y que, en forma autónoma y, hasta cierto punto, arbitraria, lo puede manejar a su gusto y dar a quien le parezca, lo pretenda o le convenga. Esta perspectiva, sin embargo, es totalmente contraria a la Tradición Apostólica pues, aunque la sucesión histórica es un elemento indispensable, su validez sacramental está subordinada a que ésta se confiera dentro de un contexto eclesial que refleje cuanto se testimonia en el Nuevo Testamento y se realizó en la Iglesia primitiva. Por lo mismo, la sucesión histórica, aunque provenga de múltiples supuestas líneas apostólicas, conferida fuera de todos los elementos requeridos dentro de la Tradición Apostólica, carece de validez sacramental.
14. La iglesia local como Pueblo de Dios y sacramento de la Iglesia Universal.
Habiendo aclarado estos equívocos, pasemos ahora a ver por qué la iglesia local es el espacio en el que la Iglesia se manifiesta sacramentalmente, cuál es el papel que tienen las diversas formas de ministerio ordenado dentro de la iglesia local y cuáles son los criterios que dan validez sacramental, tanto a la iglesia local como a los ministros ordenados y, específicamente, al obispo.
Para la Tradición Apostólica, la Iglesia local es la realidad visible en donde se hace presente la Iglesia una, santa católica y apostólica, encontrando su cúlmen de expresión sacramental en la celebración eucarística. A la iglesia local, de acuerdo a la organización que recibió desde los primeros tiempos, se le debe reconocer como el Pueblo de Dios.[28] Ésta se estructura en forma sinodal y participativa[29], con diversidad de carismas y ministerios. Entre estos se encuentra el ministerio ordenado, compuesto por diáconos, presbíteros y el obispo.[30] Ella forma, de manera más o menos clara, como comunión de comunidades.[31] El principio característico de la iglesia local es el de la igualdad de todos sus miembros.[32] La parábola de los jornaleros es una magnífica ilustración de esta igualdad.[33] El fundamento de la igualdad se encuentra en que todos los miembros han recibido la misma dignidad al ser consagrados como pueblo sacerdotal[34] y todos han sido hechos hijos y herederos, para vivir en libertad.[35] Cada uno ha recibido la unción del Espíritu Santo y, por eso, contra los que pretendían imponer doctrinas y costumbres a la comunidad, Juan proclama: “Les escribo acerca de quienes tratan de engañarlos. Pero ustedes tienen el Espíritu Santo con el que Jesucristo los ha consagrado, y no necesitan que nadie les enseñe, porque el Espíritu que Él les ha dado los instruye acerca de todas las cosas, y sus enseñanzas son verdad y no mentira. Permanezcan unidos a Cristo, conforme a lo que el Espíritu les ha enseñado.”[36]
El ministerio ordenado por lo mismo, nunca se comprende como algo que está encima de la comunidad sino como don que, concedido por el Espíritu Santo,[37] es reconocido por la comunidad[38] y está al servicio y para la edificación de ésta.[39] Por ello, tiene que ser ejercido con humildad y despojados de toda pretensión de imponer los propios gustos o criterios; de tratar de uniformar, en lugar de que sea el Espíritu el que unifica; o de intentar suplantarse a la acción directa del mismo Cristo. Juan, al hacernos el relato de la última cena, que es el punto de referencia comúnmente aceptado para fundamentar el ministerio ordenado, ignora el aspecto cultual relacionado con el memorial del pan y del vino –en el que se centran los sinópticos- y se limita a presentarnos el lavatorio de los pies, que simboliza la actitud de despojo y de extrema humildad como se está llamado a ejercer el ministerio ordenado. Y así como en los sinópticos se insiste en que hay que repetir el memorial, en Juan se insiste en que ese gesto es el modelo de la actitud con la que se está llamado a ejercer el ministerio: “Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y Señor, les he lavado a ustedes los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Yo les he dado un ejemplo, para que ustedes hagan lo mismo que yo les he hecho.”[40]
15. El sentir de fe de la Iglesia, manifestado y operante en la Iglesia local.
La presencia activa del Espíritu en los miembros de la Iglesia hace que, no solamente cada creyente en forma aislada sino toda la comunidad en su conjunto, desarrollen una capacidad sobrenatural que permite conocer y discernir la verdad. A esto es a lo que en teología se le ha dado el nombre de “sensus fidelium” o “sensus fidei Ecclesiae”, que lo podemos designar como el “sentir de fe del Pueblo de Dios”. Este sentir de fe no es privilegio de un grupo de dirigentes o jerarcas sino es un don que pertenece a toda la comunidad. Es el principio de discernimiento fundamental. Es lo que permite crear consensos y es también lo que fundamenta y capacita para que la iglesia local asuma responsabilidades, realice opciones y haga elecciones. A lo largo de la historia de la Iglesia, el reconocimiento del “sentir de fe” ha jugado un papel muy importante: por ejemplo, cuando la herejía arriana, que negaba la divinidad de Jesucristo, era sostenida por muchísimos obispos, fue el Pueblo de Dios el que, con su sentido de fe, hizo que prevaleciera el testimonio que daba el Espíritu en sus corazones, afirmando la divinidad del Señor. Algo similar sucedió en el Concilio de Éfeso, al proclamar la fe en que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Por eso para Agustín de Hipona el sentir de fe de la Iglesia tenía mayor valor que los argumentos que pudieran dar los teólogos.[41]
A pesar de la importancia trascendental que ocupa esta dimensión en la Tradición Apostólica, con el proceso de clericalización y luego de centralización que se fue dando en la Iglesia, el reconocimiento de la importancia del “sentir de fe del pueblo de Dios”, fue perdiendo su relevancia, hasta quedar reducido en un mero concepto teológico, que se explica en forma más o menos artificial. Por lo mismo, no se le abren espacios de expresión ni de participación en la vida real de la iglesia local, sino se le pretende reducir a la recepción, más o menos sumisa y pasiva, de las disposiciones de las instancias jerárquicas, so pena de ser acusados de insubordinación y falta de humildad, de sufrir marginación y persecución y, eventualmente, de ser expulsados de la institución.
Déjenme que les comparta una anécdota de algo que sucedió cuando apenas tenía nueve años y que, sin embargo, me hizo entender plena y vivencialmente, lo que más tarde llegué a comprender que se denominaba como “sentir de la fe”. Estudiaba en un colegio religioso, al que le debo mucho y el cual dejó una honda huella en mí. Una tarde llovía y uno de mis compañeros hizo una travesura. En ese momento, uno de los religiosos se acercó y violentamente lo reprendió. No dije una sola palabra, pero en el fondo de mi corazón hubo algo que me hizo sentir y pensar: “el dios de ese religioso, no es el mismo Dios en el que creo y con el que me he encontrado”. El Dios que vivía en mi corazón era un Dios de amor, de misericordia y de libertad, que no parecía corresponder con el que proyectaba el educador. Ni le juzgué ni me enojé y le seguí respetando y apreciando igual que antes. Pero, como expresaba en la carta de renuncia a las responsabilidades ministeriales que tenía dentro de la Iglesia Católica Romana, ya entonces, mi experiencia de Dios había generado en mí una libertad interna, ante las interpretaciones y formas de comprensión institucionales de la fe. Esto hacía que me sintiera cercano y profundamente identificado con los personajes y los testimonios de las Sagradas Escrituras y, aunque a lo largo de los años, me esforcé porque todo encajara dentro de lo que convencionalmente era admisible, progresivamente fui reconociendo que había muchos elementos que no cabían dentro de las interpretaciones oficiales a las que tenía que sujetarme.[42] El “sentir de fe” me acercaba a la Biblia y a lo que tiempo después supe que se denominaba “Tradición”, así como a gran parte del Pueblo de Dios. Sin embargo me hacía sentirme extraño en medio de los marcos jerárquico-institucionales.
Lo que no sabía era que el Señor me tenía reservada una maravillosa sorpresa. Pues al permitir que nos encontráramos con todas las comunidades que componen nuestra Comunión, llegaría finalmente a experimentar lo que, en su sentido pleno, significa el “sensus fidei ecclesiae”: es la convergencia de todo el pueblo creyente en la fe, que permite que los consensos surjan en forma natural y espontánea. Aún antes de expresarse y por caminos aparentemente divergentes, se llega a las mismas conclusiones. Hay diversidad de historias y de espiritualidades, pero existe una comunión e incluso una forma de expresión de la fe que coinciden plenamente. Esto hace que se establezca una unidad plena, pues la misma no es fruto ni de presiones ni de concertaciones o conveniencias. Se experimenta la presencia viva del Espíritu y, aún más, al leer el testimonio de la Sagrada Escritura, se tiene la sensación de estar leyendo la propia historia, por lo cual, cuanto nos es referido como datos y personajes del pasado, se convierte en presencia y comunión que se realiza en el presente. Entonces se vive lo que es efectivamente la Tradición Apostólica; y se alcanza la certeza de estar en plena comunión con esa Iglesia una, santa, católica y apostólica que Cristo fundo y que sigue vivificando, sosteniendo y guiando actualmente.
16. La elección del obispo, como derecho y responsabilidad de la iglesia local.
Es la capacidad, proveniente directamente del Espíritu Santo, de discernir, de crear consensos, de experimentar la unidad y de celebrar la fe a través de la oración y los sacramentos, lo que hace que cada iglesia local sea verdadero sacramento en el que se manifiesta la totalidad de la iglesia y es el fundamento de los derechos y deberes que ésta tiene. Entre los derechos y deberes, ocupa un lugar muy importante la elección de su propio obispo. Este ministerio, dado por el Señor como un don, entre los demás carismas, debe ser discernido y reconocido por la iglesia local. Es por ello que esta praxis, no puede ser recordada solamente como un uso que, como explicamos anteriormente, se practicó en el primer milenio, sino que, dado el fundamento sólido que tiene en la Sagrada Escritura y en la constitución sacramental de la Iglesia como pueblo sacerdotal, debe ser redescubierto y restablecido, como parte de la Tradición Apostólica integral, en aquellos contextos en que se haya perdido.
Por esto mismo, consideramos que, el primer criterio que da legitimidad y validez apostólica al episcopado, lo constituye el hecho de que la iglesia local, formada por el Pueblo de Dios organizado como comunión de comunidades, junto a sus ministros ordenados y, actuando participativa y sinodalmente, en un clima de oración y discernimiento, proceda a hacer la elección. La tarea de la iglesia local, en tal circunstancia, es la de reconocer, en base a su sentir de fe, cuál es el ministro ordenado al que el Señor ha dado la gracia y ha escogido para ejercer el episcopado. Si se elimina este primer criterio, es nuestro sentir, que todos los demás pasos son como castillos en el aire, por que queda desvirtuado un elemento originario y esencial de la Tradición Apostólica.
17. Dimensiones de la transmisión de la sucesión apostólica.
Después de este primer paso y, contando siempre con el discernimiento y consenso de todo el Pueblo de Dios, se trata de que la elección, hecha convenientemente por la iglesia local, sea reconocida y ratificada por las otras iglesias locales que le son vecinas. A través de este proceso, se realiza la vinculación con el episcopado histórico. A esto generalmente se le conoce con el término genérico de “sucesión apostólica”. Se trata de que el obispo elegido sea ordenado por un colegio de obispos que, a su vez, han sido ordenados por otros obispos y cuyos orígenes pretenden remontarse hasta los mismos apóstoles. La tradición generalmente reconoció que esta función le correspondía al colegio de obispos que, presidido por el metropolita –al cual se le llamó también obispo primado o arzobispo-, junto a los demás obispos vecinos, constituían la provincia eclesial en la que se encontraba la iglesia local correspondiente.[43] A través del reconocimiento y ratificación de la elección y de la posterior ordenación, el elegido entraba a formar parte del colegio episcopal y, de esa forma, se significaba el sentido de comunión católica y ecuménica de la iglesia local. Pues la participación del obispo en el colegio episcopal, se convertía en el medio eficaz por el que la iglesia local entraba en comunión con otras iglesias y compartía la preocupación por la iglesia universal.
Las iglesias católicas ortodoxas y las iglesias católicas anglicanas han preservado la organización sinodal y la colegialidad efectiva a lo largo de toda su historia. La iglesia de Roma, en cambio, debido a las innovaciones que introdujo, ha suprimido la capacidad efectiva de ejercicio de la colegialidad episcopal. Sin embargo, creemos que, para impulsar el restablecimiento de la plena Tradición Apostólica entre las iglesias católicas de occidente, el Señor ha suscitado la existencia de colegios de obispos católicos, organizados en varias comuniones de iglesias que han restablecido la práctica apostólica. Entre éstas las dos más relevantes son: la Unión de Iglesias de antiguos católicos de Utrecht, que es la más antigua y, con la cual, como explicamos, mantenemos una relación estrecha que queremos seguir profundizando, por la correspondencia que encontramos con ellos; y la Comunión de Iglesias Católicas Apostólicas, presidida por la Iglesia Católica Apostólica Brasilera, que es la más numerosa, y con la que, como también referimos, hemos sellado plena y perfecta comunión y de la cual recibiremos la sucesión apostólica histórica.
Como consecuencia, es nuestra convicción de que para establecer el vínculo histórico de sucesión apostólica no basta con que uno o varios obispos con pretendido linaje apostólico impongan las manos sobre un candidato. Creemos que es indispensable que, después de realizada legítimamente la elección por una iglesia local constituida, ésta sea reconocida y ratificada por el respectivo colegio de obispos y que el candidato inicie el proceso de incorporación a ese colegio episcopal, para proceder luego a su ordenación. Si se obvia cualquiera de estos pasos, el vínculo histórico de sucesión apostólica pierde su sentido genuino integral. Y, al faltar cualquier elemento fundamental dentro del proceso de transmisión de la sucesión apostólica histórica, es seriamente cuestionable que efectivamente se establezca el vínculo histórico con la Tradición Apostólica.
18. La “recepción” por parte de la iglesia local.
Consideramos que otro elemento indispensable dentro del proceso de implementación de la Tradición Apostólica integral, lo constituye la "recepción", de parte de la Iglesia local, del obispo elegido. Esto, en el caso nuestro concreto implica dos aspectos: Ante todo, la recepción gozosa, de parte de la totalidad del Pueblo de Dios que forma nuestra Iglesia, de la elección episcopal realizada por los delegados que participaron en el Sínodo del doce de Mayo. Por otra parte conlleva la toma de conciencia y la alegre aceptación de que, al haber sido reconocida y ratificada la elección episcopal, por el Concilio pleno de los obispos de la Iglesia Católica Apostólica Brasilera y, sucesivamente, al ser celebrada por ellos la ordenación episcopal, estamos entrando en comunión con otras Iglesias locales. Con ello, al ser constituidos plenamente en iglesia local, recibimos la capacidad de ser sacramento y presencia de la totalidad de la Iglesia católica. Esto supone, además, que, aún cuando mantenemos intactas nuestra identidad y autonomía, asumimos el compromiso de orar y de preocuparnos por el bien de toda la Iglesia Universal.
19. Implementando cuidadosamente la Tradición Apostólica.
Como consta a todos, a lo largo de nuestro proceso de discernimiento, hemos tratado de seguir fiel y cuidadosamente, cada uno de los tres criterios que, desde la perspectiva de la Tradición Apostólica, da validez sacramental a la iglesia local y a la ordenación de su obispo. Pues estamos plenamente convencidos de que lo que justifica nuestra existencia y lo que asegurará que sigamos creciendo y seamos fermento de renovación, será nuestra disponibilidad y compromiso para que se redescubran y restablezcan todos los elementos y características que constituyen la genuina e íntegra Tradición Apostólica. Es decir, que llenos del Espíritu Santo, viviendo en comunidades libres, pluralistas e inclusivas, logremos que en la forma de organizarnos y de vivir como iglesia, plasmemos cuanto las Escrituras testimonian y la Iglesia indivisa vivió. Para ello creemos que debemos seguir por el camino por el que el Señor nos ha guiado hasta ahora, pues nos ha dado signos y experiencias que nos dan la certeza de que nos mantenemos en la plena comunión católica y apostólica. Pero también nos exige, con profunda humildad, estemos en constante conversión, para que, despojados de nosotros mismos, podamos descubrir y transmitir, cada vez con mayor claridad, los tesoros inapreciables de su Reino.
20. Tiempo de gracia para nuestra Iglesia: nuestro compromiso ecuménico
El momento que vivimos, lo reconocemos como “tiempo de Dios y de gracia especial para nosotros”. Pues al quedar constituidos sacramentalmente como iglesia local, en donde se manifiesta y realiza la Iglesia una, santa, católica y apostólica, simbolizada por la presencia del obispo y por el vínculo con otras iglesias locales, podemos experimentar, al menos espiritualmente, la comunión ecuménica y católica. Igualmente reconocemos el compromiso que tenemos de trabajar incansablemente para que, redescubriendo el sentido originario del ministerio ordenado, del ministerio episcopal en general y del ministerio petrino en particular, se pueda alcanzar la deseada unidad histórica, en el pluralismo, la diversidad, el respeto y en el reconocimiento de la dignidad, identidad, características y funciones de cada iglesia local.
Esto implica que el obispo de Roma, como sucesor del Apóstol Pedro, restablezca plenamente las características y alcances del ministerio que Cristo le dio de presidir en la caridad[44] y asuma el estilo de ejercicio ministerial que, durante el primer milenio, le reconoció la iglesia indivisa, de ser primero entre iguales, sin que se vea menoscabada la autonomía que Cristo confirió[45] y la Tradición Apostólica reconoció a cada iglesia local. También supone que cada una de las iglesias locales y de los cuerpos colegiales a los que éstas se vinculan, estemos abiertos a reconocer que Cristo es el único Señor y verdadero Pastor de su Iglesia y que, a través del Espíritu Santo sigue siendo el maestro que enseña y guía eficaz y efectivamente a toda la iglesia,[46] por lo que a nosotros, ministros ordenados, independientemente del rango que asuma nuestro ministerio, lo que nos corresponde es encarnar radicalmente la actitud de Cristo que, “aunque existía con el mismo ser de Dios, no se aferró a su igualdad con Él sino que renunció a lo que era suyo y tomó naturaleza de siervo.”[47] y que nos enseñó claramente que quien reciba un ministerio dentro de la Iglesia, a diferencia de lo que sucede en el mundo, “deberá servir a los demás; -pues- el que entre ustedes –sea puesto como- el primero, deberá ser su esclavo. Porque, del mismo modo, el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por una multitud.”[48]
21. Implicaciones de nuestro compromiso ecuménico.
Desde nuestra pobreza y pequeñez, nos reconocemos en comunión con toda la Iglesia y nos sentimos llamados a orar, a preocuparnos y a amar a cada ser humano y a toda la creación. Por eso con san Agustín a “quienes nos dicen: ‘Ustedes no son hermanos nuestros’, a los que hasta nos llaman sectarios y… nos preguntan: ‘¿Por qué nos buscan, para qué nos quieren?’; nosotros les respondemos: ‘Son hermanos nuestros’. Y si aún nos rechazan diciendo: ‘Apártense de nosotros, no tenemos nada que ver con ustedes’; nosotros insistimos porque sabemos que sí tenemos que ver con ellos: si reconocemos al mismo Cristo, debemos estar unidos en un mismo cuerpo. -Por eso oramos por-…los que juzgan según la carne, que son, sin embargo, hermanos nuestros, pues celebran los mismos sacramentos que nosotros, aunque no con nosotros, y responden al mismo Amén que nosotros, aunque no con nosotros; por lo que no dudamos en prodigar ante Dios, lo más entrañable de nuestra caridad por ellos”.[49]. Como manifestación concreta de este amor y comunión, en el momento culminante de nuestra vida, es decir, cuando nuestra iglesia se realiza como sacramento de toda la Iglesia, al celebrar la Eucaristía, hemos optado por mantener explícita nuestra oración por el Obispo de Roma, el Papa, por todos los demás obispos, por los ministros ordenados, y por quienes, desde sus convicciones, cuidan del Pueblo de Dios, que, en forma más o menos explícita, abarca a la entera humanidad redimida por la sangre preciosa de Cristo. Esta oración expresada en tan sublime momento quiere ser símbolo de la importancia que otorgamos y del compromiso que asumimos de trabajar con audacia y resolución, para que la comunión con todas las iglesias y con toda la humanidad que, por el testimonio del Espíritu, es para nosotros una realidad espiritual, pueda alcanzar progresivamente su plenitud histórica, al manifestarse como unidad visible, dentro del reconocimiento de la autonomía de cada iglesia local, presididos en la caridad, como primero entre iguales, por el Obispo de Roma, sucesor del Apóstol Pedro.
22. Conclusión: en proceso de conversión, con la actitud de Santa María.
Sabemos que el camino es arduo. Sin embargo, ahora, constituidos en presencia sacramental de la Iglesia universal, se reafirma la certeza del llamado que nos ha hecho el Señor, nos sentimos llenos de la gracia del Espíritu y con la energía divina para cumplir la misión que nos ha confiado. Al emprender este camino, somos conscientes de que nos corresponde comprometernos para que cada una de las comunidades que hacen parte de nuestra iglesia se renueve constantemente con la fuerza del Espíritu. Sabemos también que debemos esforzarnos para que en cada aspecto de la vida de nuestras comunidades y de toda nuestra iglesia, se restablezcan cuidadosamente todos los aspectos inherentes a la Tradición Apostólica integral; en el pensar, en el sentir, en el celebrar, en el testimoniar, en el evangelizar, en el ministerio de presidir, en la estructuración eclesial y, sobre todo, en la caridad. Y, desde esta actitud de humilde y constante conversión y renovación, nos corresponde apoyar, por todos los medios posibles, el trabajo para que como comunidades y como iglesias, alcancemos la plena unidad histórica.
Con profunda alegría y entusiasmo encomendamos este nuevo éxodo a Santa María, Auxilio de los Cristianos y, con Ella y como Ella le decimos al Padre: “Fiat” (“Hágase en mí, según tu Palabra”) “Ut unum sint” (“Para que todos seamos uno, como el Padre y el Hijo son uno, en el Espíritu Santo”)
San Lucas Sacatepéquez, 29 de Septiembre, Solemnidad de los Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, trigésimo tercer aniversario de mi ordenación presbiteral, del año 2007.
Eduardo Cristián Aguirre-Oestmann
Obispo Primado electo.
Iglesia Católica Ecuménica Renovada en Guatemala,
En plena y perfecta comunión con la Comunión de Iglesias Católicas y Apostólicas,
presidida por la Iglesia Católica Apostólica Brasilera.
[10] Cf. Ef 4,12; Col 1,18; 2,19; Ef 2,21; 5,25-27.
[17] Cf Rom 12,4-5; 1Co 12,12-27; Ef 4,12; 1Pe 2,5
[19] Cipriano, Epist. 69, 5, 2; cf. Epist. 63, 13, 4; cf. Didache 9, 4 y 10, 5; cf. Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios XX, 2
[20] Carta a los de Esmirna, 8-9
[21] Carta a los de Magnesia, 6-7
[22] Cfr. Canon VIII del Concilio de Nicea.
[23] A cuanto se estableció en el Concilio de Nicea (Cf. Cabib VIII).
[24] Cf. Gal 1,2.22; 1Tes 2,14; 1Cor 16,1.19; 2Cor 8,1.
[25] Comunicado del 15 de Agosto 2006, N. 7.
[26] Cf 1 Tim 4, 14, Hch 1,12-26; 13, 1-2; 14,23
[28] Cf. Ro 1,6-7; 1Cor 1,2; Ap 21,3
[30] Cf. Hch 6,1-7; 11,30; 20,28; Flp 1,1; 1Tim 3,1-8; 5,17
[32] Cf. Cor 12,13; Gal 3,28
[38] Cf 1 Tim 4, 14, Hch 1,12-26
[41] Cf. Agustín, Contra Julianum I, 29 y 31
[42] Cf. Carta personal del 2 de Enero de 2003.
[43] Cfr. Canon IV, I Concilio de Nicea.
[44] Cf Jn 21, 15-19; Ignacio de Antioquia, Prologo de la Carta a los Romanos.
[46] Cf Mt 23,9, Jn 14:16; 14:26; 15:26 y 16:7.
[49] San Agustín, Comentario sobre los salmos 32,29: CCI 272-273.